Palestina: El origen del proyecto colonialista sionista

El origen del proyecto sionista

La limpieza étnica que Israel llevó a cabo hace 75 años no ha terminado. Continúa hoy bajo los escombros de Gaza.

Texto: Teresa Aranguren

pikaramagazine.com/

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El conflicto de Oriente Próximo es antiguo pero no ancestral, no se hunde en la profundidad de los tiempos ni está inscrito en los genes de sus gentes, tiene fecha de nacimiento y se podría decir que padres reconocidos.

A finales del siglo XIX, y sin que los habitantes de la zona tuvieran conocimiento de que sus vidas y su destino colectivo habían adquirido carácter problemático, Palestina se convirtió en “la cuestión Palestina”. Fue la confluencia de intereses, los del Imperio Británico y los del movimiento sionista fundado en esos años por el periodista judío austriaco (aún existía el Imperio Austrohúngaro) Theodor Herzl, la que puso en marcha un proyecto que no solo dibujaba un futuro insospechado entonces para la población de Palestina sino que implicaba borrar la realidad de su existencia presente y pasada.

“Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” proclamaba el eficacísimo eslogan del movimiento sionista que en aquellos años finales del siglo XIX trataba de conseguir adeptos entre los judíos europeos y asegurarse el apoyo del Imperio Británico. El problema es que ese eslogan era una gran mentira. Palestina nunca fue un espacio vacío, nunca fue una tierra sin pueblo, nunca fue un desierto esperando que colonos europeos le hicieran florecer.

En 1891, el escritor Arthur Ginsberg, que solía firmar con el seudónimo de Ehad Ha ám, judío ruso, inspirador del llamado sionismo espiritual frente al sionismo político de Theodorl Herzl, realizó un viaje por Palestina tras el cual escribió el artículo ‘Verdad de la Tierra de Israel’ en el que describe cómo era esa tierra que la “propaganda sionista” presentaba como vacía e incultivada. “Tenemos la costumbre de creer, los que vivimos fuera de Israel, que allí la tierra es ahora casi completamente desértica, árida e incultivada y que cualquiera que quiera adquirir tierras allí puede hacerlo sin ningún inconveniente. Pero la verdad es muy otra. En todo el país es difícil encontrar campos cultivables que no estén ya cultivados, solo los campos de arena o las montañas de piedras que no sirven para plantaciones permanecen sin cultivar… Si llegase el día en el que la implantación de nuestro pueblo en el país de Israel se desarrollase hasta el punto de que hiciera retroceder aunque solo fuera un poquito a la gente del país, esta gente no abandonaría su tierra tan fácilmente”.

Las advertencias de Ginsberg, y de muchos otros como él, no sirvieron para cambiar el rumbo de la historia. La propaganda a veces es más eficaz que la simple verdad.

Las primeras colonias sionistas se establecieron en Palestina en la década de 1880, en la fértil llanura costera al norte de Jaffa, en tierras adquiridas por el multimillonario barón Edmond Rothschild, figura clave en la financiación y promoción del proyecto sionista en aquellos primeros años. Palestina no estaba cerrada al contacto con población extranjera, no era una sociedad hostil al visitante, ni religiosamente fanática, ni reacia al cambio. Al fin y al cabo, era Tierrra Santa y la llegada de peregrinos europeos no era un fenómeno extraño. Pero los nuevos colonos encuadrados en el movimiento sionista no llegaban como peregrinos ni como emigrantes en busca de una vida mejor. Traían consigo un proyecto de país que implicaba la exclusión de la población autóctona.

La primera cláusula del contrato por el que el Fondo Nacional Judío adjudicaba tierras a una familia de nuevos colonos establecía: “El arrendatario se compromete a ejecutar cualquier trabajo relacionado con el cultivo de la propiedad usando mano de obra exclusivamente judía… el contrato también dispone que la tierra no podrá ser concedida a alguien no judío. Si el poseedor muere y deja un heredero no judío, el Fondo se acogerá a su derecho de restitución…”. Esto significó la expulsión del campesinado árabe que cultivaba esas tierras desde generaciones en régimen de aparcería. Los primeros choques violentos tuvieron lugar ya en esa temprana época cuando los campesinos desposeídos intentaban volver a recoger sus cosechas y se enfrentaron a los colonos fuertemente armados.

Todo se aceleró con el estallido de la Gran Guerra que significó el fin del Imperio Otomano y del Imperio Austrohúngaro. Durante la contienda, el Alto Comisionado británico en Egipto, Sir Henry McMahon, se había comprometido en nombre de su Gobierno a reconocer y apoyar la independencia de las provincias árabes del Imperio Otomano a cambio de que la población árabe se alzase contra los turcos. Al mismo tiempo, Sir Arthur James Balfour, ministro de Exteriores de Su Majestad Británica, en carta dirigida al barón Lionel Walter Rothschild, prometía el apoyo de Gran Bretaña al proyecto sionista. La famosa Declaración Balfour era en realidad una simple misiva de carácter confidencial sin validez legal alguna. Pero la legalidad importa poco cuando choca con los intereses del Imperio. Y esos intereses estaban del lado del movimiento sionista.

He aquí una bonita muestra de cinismo colonial, en boca del ministro Balfour: “En Palestina ni siquiera nos proponemos pasar por la formalidad de consultar los deseos de los habitantes del país. Las cuatro grandes potencias están comprometidas con el sionismo y el sionismo, correcto o incorrecto, bueno o malo, está anclado en antiquísimas tradiciones en necesidades actuales y en esperanzas futuras de mucha mayor importancia que los deseos y reservas de los 700.000 árabes que habitan esta antigua tierra”.

El conflicto de Oriente Próximo acababa de empezar.

El 9 de diciembre de 1917, tras la rendición de las tropas turcas, el Ejército británico al mando del general Allenby entró en Jerusalén. Palestina quedó bajo control militar británico hasta que en julio de 1922 la Sociedad de Naciones estableció el Mandato británico sobre Palestina, que incluía el compromiso de la potencia mandataria con la Declaración Balfour, es decir, con la creación de un hogar nacional judío en Palestina. Según el censo realizado por la Administración británica en 1921, la población de Palestina era de 762.000 habitantes, 76,9 por ciento musulmanes, 11,6 por ciento cristianos, el 10,6 de religión judía y el 0,9 de otras confesiones. En cuando a la propiedad de la tierra, solo el 2,4 por ciento de la superficie total del país estaba en manos judías.

Al amparo de la Administración británica, la colonización sionista de Palestina adquirió carácter masivo y sistemático al tiempo que crecía la protesta de la población árabe. En una carta enviada al entonces secretario para Asuntos Coloniales, Sir Winston Churchill, los dirigentes árabes describían así la situación: “El grave y creciente malestar entre la población palestina proviene de su convicción absoluta de que la actual política del Gobierno británico se propone expulsarlos de su país a fin de convertirlo en un Estado nacional para los inmigrantes judíos… La Declaración Balfour fue hecha sin consultarnos y no podemos aceptar que ella decida nuestro destino…”.

A mediados de los años 30, el clima era ya de rebelión total. En mayo de 1936, tuvo lugar la gran revuelta palestina, la primera Intifada, que comenzó con una huelga general de seis meses de duración que derivó en disturbios y enfrentamientos armados que el Ejército británico reprimió con extrema dureza. La revuelta, como la guerra civil española, duró tres años. En mayo de 1939, el Gobierno británico publicó el Libro Blanco en el que aceptaba parte de las reclamaciones árabes; la más importante era la celebración de un referéndum de autodeterminación en Palestina en el plazo máximo de 10 años.

Según los censos del momento, la población judía estaba cerca pero aún no alcanzaba el 30 por ciento. Para entonces, los dirigentes sionistas eran ya muy conscientes de que no conseguirían más tierras ni su objetivo de convertirse en “mayoría” si no era por medio de la fuerza. El director del Fondo Nacional Judío, Josef Weitz, lo expresaba claramente: “Así nunca conseguiremos contar con un estado. El Estado se nos tiene que dar de una sola vez como la salvación -¿no es ese el secreto de la idea mesiánica?-. No existe otra forma de desplazar a los árabes, a todos los árabes. Quizás con la sola excepción de Belén, Nazaret y la ciudad vieja de Jerusalén, no debemos dejar ni un solo poblado, ni una sola tribu”.

El giro en la política británica supuso un duro golpe al proyecto sionista y los sectores más extremistas del movimiento -el Irgun, el Stern, el Lehi- se declararon en guerra y desencadenaron una oleada de acciones terroristas, la más letal fue la voladura del hotel King David, sede de la Administración británica en Jerusalén, en julio de 1946. Hubo 91 muertos. Seis meses después Gran Bretaña renunciaba al Mandato sobre Palestina y dejaba el tema en manos de la recién creada Naciones Unidas.

El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó la resolución de partición de Palestina en dos estados, uno árabe y otro judío. Estados Unidos, erigido ya en la gran potencia mundial, desplegó una enorme presión para que la resolución fuese aprobada, Gran Bretaña se abstuvo en la votación. El plan otorgaba el 57 por ciento del territorio al futuro estado judío y un 43 por ciento al estado árabe, el área de Jerusalén quedaba bajo un estatus internacional. Los países árabes la rechazaron, el movimiento sionista la recibió con júbilo.

La población de Palestina en ese momento era de 1.972.000 habitantes, 608.000, una tercera parte, judíos. En cuando a la propiedad de la tierra el 47,7 por ciento era propiedad privada árabe, un 46 por ciento propiedad comunal árabe, tan solo un 6,6 era propiedad judía. Los dirigentes sionistas sabían que, por mucho que Naciones Unidas lo hubiera legitimado, el estado judío no sería posible si no tenían la mayoría demográfica y la propiedad de la tierra. Apenas una semana después, en diciembre de 1947, comenzó la operación de limpieza étnica o, dicho de otro modo, el vaciado del territorio de sus habitantes. La salida en masa de la población palestina de sus casas y tierras no fue, como suele decirse, efecto del caos de la guerra. Fue una operación planificada y sistemática y comenzó varios meses antes de la primera guerra árabe israelí.

El 10 de marzo de 1948 la cúpula sionista con Ben Gurion a la cabeza, puso en marcha el llamado Plan Dalet que establecía la estrategia militar a seguir para vaciar de población árabe el territorio: “Estas operaciones pueden llevarse a cabo de la siguiente manera: ya sea destruyendo las aldeas (prendiéndolas fuego, volándolas y poniendo minas entre los escombros) o bien organizando operaciones de peinado y control según estas directrices: se rodea las aldeas, se realiza una búsqueda dentro de ellas. En caso de resistencia, los efectivos armados deben ser liquidados y la población expulsada fuera de las fronteras del Estado”.

El 15 de mayo de 1948, Ben Gurión proclamó el Estado de Israel, al día siguiente los países árabes vecinos le declararon la guerra. Para entonces más de 300.000 palestinos habían sido ya expulsados de sus casas.

A lo largo de todo 1948 continuaron las operaciones de “vaciado de población” y continuó la guerra. El David israelí frente al Goliat árabe, esa era la imagen proyectada al exterior. Pero era una imagen falsa. Los ejércitos árabes contaban con 20.000 soldados y carecían de organización militar y un mando unificado. Las fuerzas israelíes tenían una excelente preparación militar, mejor armamento y un número superior (unos 40.000 al comienzo y cerca de 60.000 al final de la guerra) de combatientes. Cuando se firmó el armisticio en julio de1949, el número de personas refugiadas palestinas registrados en Naciones Unidas era 990.000, más de 450 localidades habían sido destruidas, el terreno allanado con excavadoras y el nombre de la mayoría de ellas borrado del mapa. Al finalizar la guerra, las fronteras de Israel abarcaban el 78 por ciento del territorio de Palestina, al otro lado de esas fronteras cerca de un millón de personas palestinas se habían convertido en refugiadas. Nunca se les permitió volver.

Un hombre con el cuerpo cubierto del polvo, rodeado de edificios destruidos por las bombas, abre los brazos y grita a cámara: “Esto ya lo vivió mi abuelo, yo no me iré, moriré aquí”.

La escena se emitió en televisión a mediados de noviembre de 2023. Es Gaza, ahora. Más del 70 por ciento de la población de la Franja Gaza es refugiada del 48, y sus descendientes. La limpieza étnica que Israel llevó a cabo hace 75 años no ha terminado. Continúa hoy bajo los escombros de Gaza.

fuente:  https://www.pikaramagazine.com/2023/12/el-origen-del-proyecto-sionista/

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