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«un luchador social díscolo, implacable y sin mordaza»

Jorge Zabalza

Uruguay, 24 oct 2007
EL PROLOGO, Samuel Blixen

 Federico Leicht, el autor de este texto ágil, ameno, incisivo,
 impulsivo como el mismo personaje que retrata, y que combina el relato con  el
 análisis, la recreación y la reflexión, define al Tambero Zabalza
 como «un luchador social díscolo, implacable y sin mordaza».
 Y consigna cómo lo ven otros: «intolerante, fundamentalista, trasnochado».
 La principal virtud de esta biografía reside en que el lector descubre
 que todas las etiquetas son inapropiadas.

 Precisamente porque la vida que se cuenta es pródiga en intensidad y
 complejidad. La conclusión es que, como ocurre con cualquiera a quien
 se conoce más allá de la superficie, no hay uno, sino varios Tamberos, y
 el luchador díscolo e implacable del presente es la suma la síntesis del
 Tambero estudiante, el Tambero militante, el Tambero guerrillero, el Tambero político.

 El Tambero que surge del retrato de Leicht no se casa con el
 fundamentalista trasnochado, la imagen que el juicio intencionado quiere imponer.
 Porque resulta que el Tambero fue elegido, en estos tiempos de «progresismo
 responsable», como el arquetipo del radicalismo, concepto vaciado de
 contenido que se maneja tanto desde la derecha como desde la izquierda
 para descalificar con la misma facilidad -y efectividad- con que antes se
 descalificaba usando el mote de «comunista».

 Antes te endilgaban alegremente el rótulo de comunista y eso bastaba
 para que fueras sospechoso, peligroso, disolvente, para que entraras en
 cuarentena política. (Y para que, eventualmente, afrontaras las
 consecuencias, como pueden testimoniar muchos que fueron sometidos a
 la tortura, en los comienzos de la represión militar, sin saber bien por
 qué, sin saber que se habían convertido en «enemigo de la patria»
 porque alguien, algún informante, algún soplón de la Policía, había estampado
 alegremente la calificación en un «informe de inteligencia».)

 Acaso Jorge Zabalza pueda ser visualizado como un fundamentalista y un
 trasnochado, un radical per se, pero en todo caso, en este comienzo de
 siglo en que la ideología se esfuma en el quehacer del gobierno progresista,
 el debate ideológico sobre las posturas, las propuestas y los análisis de
 este revolucionario cimarrón se posterga con la conveniente utilización del prejuicio.

 Si para algunos el mote de radical es un coartada para eludir la
 confrontación dialéctica, en otros, en la mayoría,  la
 (des)calificación opera en el plano de lo subjetivo elemental, porque el «radicalismo»,
 sin una fundamentación en cada caso, queda institucionalizado como
 elemento negativo, algo así como una «pústula política», una infección
 de la que nadie quiere contagiarse, por las dudas.

 El mecanismo es efectivo: el concepto, desprendido de la realidad,
 opera como justificador en sí mismo, y se acepta por consenso, sin
 reflexión. Y el mecanismo se multiplica peligrosamente «en democracia»; de ahí que el
 arrojar una piedra en una manifestación, como extensión de una bronca
 contra el imperialismo y el neoliberalismo, justifique el encarcelamiento por
 sedición, el delito que antes se endilgaba a quienes se alzaban en
 armas contra la dictadura.

 La mayor eficacia del sistema descalificador radica en que no necesita
 guardar relación ni proporción con la realidad. Cuando Zabalza, como
 presidente de la Junta Departamental de Montevideo, recibió al
 entonces presidente francés Jacques Chirac, y en su discurso abundó sobre los
 lazos culturales, históricos, políticos y económicos que unían a Francia y
 Uruguay, hizo una referencia a la conducta de los directivos de Gaz de
 France que aplicaban una política represiva hacia los militantes
 sindicales de la ya privatizada Compañía del Gas. Puede decirse que el discurso
 -que pocos escucharon y menos aun leyeron- evidenció un tono muy moderado
 y que la alusión a la empresa estatal francesa del gas -que aquí
 incursionaba en el terreno de las privatizaciones con la misma receta
 rapaz y arrogante de las trasnacionales- fue una puntualización de
 dignidad, que el propio mandatario francés asumió con bonhomía, y sin
 la cual toda la referencia a los «lazos de fraternidad» hubieran tenido
 tufo a obsecuencia.
 Pero, ¡ah!, el coro de lamentaciones fue estruendoso, la indignación
 no fue francesa, fue montevideana. Zabalza había sometido al país a la
 vergüenza. No era hombre para actuar con decoro, carecía de tacto;
 era, al fin y al cabo, un radical, y no otra cosa podía esperarse de quien
 había renegado de su cuna patricia.

 Por entonces Zabalza era un radical tupamaro; ahora es un radical
 libre, una molécula de gran poder reactivo, para usar la definición química.
 Aislado de las estructuras por las que discurre la acción político-partidaria,
 Zabalza se atrinchera en su condición de antiguo guerrillero. «Se pueden
 mantener las viejas gafas tupamaras para ver las nuevas realidades con el color
 rojo y negro de siempre», dice acusadoramente, para remachar la convicción
 de que la condición de tupamaro no es cosa del pasado, acotada a un momento
 histórico que ya fue.

 «A la intemperie, aferrado a las banderas de la liberación nacional,
 del antimperialismo y del socialismo, en el costado inconforme y
 trasgresor, en el acecho ideológico», como resume Federico, Zabalza se mira a sí
 mismo y recorre su pasado, desde el día en que salió de su casa paterna en
 Minas, como estudiante, hasta este presente de francotirador político.

 El recorrido revela el proceso de la transformación -esta sí
 auténticamente radical- de un muchacho acostumbrado a la existencia sin privaciones y
 sin responsabilidades, en un militante revolucionario. Exhibe la manera en
 que los hechos «menores» de la vida determinan las elecciones; y lo hace
 con franqueza, sin concesiones, de modo que el lector puede advertir cómo
 un cúmulo de circunstancias, aun las frivolidades y las «inconsciencias»,
 tejen, hasta cierto punto, las causalidades que desembocan en la
 determinación. Quien se pregunta  -y lo hacían con insistencia algunos
 psicólogos desconcertados, al servicio de los represores- por qué un
 pibe de clase media -es decir, sin rencores sociales- se hace guerrillero, y
 asume las consecuencias de la decisión, podrá encontrar una respuesta en la
 historia singular que cuenta Leicht. Quizás no sirva para generalizar,
 para extraer síntesis de conductas, pero las cosas fueron así, y Zabalza
 recuerda su vida sin tapujos, exponiéndose sin temor, lo que refuerza la
 autenticidad de la historia aunque despierte asombros e incredulidades.

 Cero a la izquierda no sorprende por la mirada morosa sobre la
 infancia y la adolescencia, o sobre la fuerza de los afectos familiares por encima
 de las diferencias políticas. Llama la atención, sí, cómo en la evocación, el
 costado «burgués» no es repudiado en aras de una justificación ideológica;
 por el contrario, es rescatado, sin vergüenzas, a efectos de que la
 historia adquiera su total autenticidad.

  Quizás el lector asista desprevenido al esbozo de una figura cuya
 vida, en sus orígenes, dista de la imagen estereotipada de la actualidad. Sin
 dudas accederá a elementos que permitan conocer al personaje de forma más
 cabal y, finalmente, como ocurre con todo proceso
 de conocimiento, a descubrir quién es, realmente, el Tambero y cuáles
 son los factores vitales que desembocan en el presente.
 No siempre -diría que excepcionalmente- es posible asistir a un acto tan
 ¿radical? de despojo de las apariencias, un despliegue de intimidad expuesta.

 Hay, por tanto, en el texto, un discurrir paralelo, intercomunicado,
 entre la historia personal, singular, de Zabalza, y la recreación de una
 porción significativa de nuestra historia reciente, en la medida en que
 el personaje es protagonista de acontecimientos determinantes del
 pasado, un pasado que llega hasta ayer. En ese sentido, el relato aporta
 elementos para la comprensión de episodios, desde una óptica subjetiva,
 explícitamente subjetiva, y por tanto controversial, que se rige fundamentalmente por
 el propósito de exponer, más que fundamentar, una conducta coherente. Así
 como es intransigente, casi despiadado, consigo mismo, así lo es en la
 calificación de personajes que cruzan su militancia personal.
 Inevitablemente, el texto desemboca en un presente con la fuerza de la
 polémica y la confrontación, porque su última línea no es la caída de
 un telón, es apenas el cruce de otro umbral.

 El lector accederá a ciertos entretelones de la historia de los
 tupamaros cuya significación y valor adquirirán su justa dimensión el día en que
 ésta se recree y se escriba como un todo, sorteando la parcelación
 inevitable de una práctica cuyo conocimiento está limitado por la
 clandestinidad y la compartimentación. Por ahora, esta biografía de
 Zabalza tiene el carácter de un testimonio de alguien que no se
 arrepiente «de haber empuñado los fusiles para revolucionar el
 mundo». La declaración no es banal, y adquiere significación en una
 reflexión reiterada del Tambero: «lo que pensamos determina lo que
 somos y lo que hacemos; pero recíprocamente, lo que hacemos y lo que
 somos determina lo que pensamos».

 Leer lo que cuenta, reflexiona y opina Zabalza no significa
 necesariamente compartir. Significa conocer. Y en ello está su auténtico valor.
 Quizás el texto de Leicht sirva para que las polémicas posturas del Tambero sean
 confrontadas despojadas del facilismo descalificador que no merece una
 vida de compromiso, de lucha y de coherencia, guste o no
 guste.

  Samuel Blixen


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